Mi encuentro con la literatura podría traducirse como una serie de múltiples acercamientos, no podría decidir un momento único al que pudiera calificar como el primero o el más relevante, como si se tratara de alguna especie de epifanía al leer un libro en concreto, o un amor instantáneo. Ha sido algo mucho más ordinario y quizá hasta aburrido, una relación lenta y gradual, acercamientos múltiples e inestables, pero siempre presentes, como el vaivén en una playa que inevitablemente traerá el mar de vuelta a tus pies, una y otra vez.
Es difícil decidir cuál fue el primer libro que leí de manera lúdica en mi vida: los recuerdos de mi infancia temprana son bastantes difusos y se mezclan entre aquellas primeras lecturas infantiles provenientes del rincón de lectura del salón de primero de primaria, y unas historias provenientes de un gran libro de cuentos de pasta dura y de color rosa que mi madre (o quizá mi padre) me regaló. Las ilustraciones de este último eran preciosas, con colores pasteles y dibujos de niños en estilo acuarela con caritas redondas y alegres. De aquel libro provenían las historias que mi madre me leía por las noches antes de dormir. Lo curioso (quizá no tanto) es que no puedo acordarme ni del nombre del libro, ni de algún cuento en concreto, únicamente la sensación de escuchar historias que me emocionaban, me enojaban, me entristecían, me angustiaban, justo antes de llegar al tranquilizador final feliz.
Las siguientes historias que vinieron apenas aprendí a leer fueron provenientes de revistas e historietas, historias bastante melodramáticas provenientes de “Lágrimas y Risas”, que mi madre compraba cada semana. Cada semana lloraba con las tragedias de “María Isabel” y me enfadaba por el egoísmo de “Rubí”.
Por otro lado, mi padre siempre ha sido un lector ávido de casi cualquier género literario, los libros que no alcanzan acomodo en la sala son colocados ordenadamente en repisas en el baño principal de la casa. De esos libros tuve mis primeras lecturas preadolescentes con el Padrino y La cabaña del Tío Tom. Fue cuando me di cuenta de la diversidad de historias que pueden ser contadas mediante la literatura.
Por aquellos años de preadolescencia empezaría a explorar el mundo del manga. La cuestión de si las historietas y los mangas son o no literatura, es un asunto bastante debatible; sin embargo, defiendo la idea de que; la capacidad que tiene el manga de contar historias tan diferentes entre sí y el provocar en el lector sentimientos, emociones, experiencias y cuestionamientos mediante el uso de un lenguaje lleno de simbolismos entre el texto y la imagen, son argumentos más que suficientes para ser considerado un género literario. En particular, el manga de Rurouni Kenshin fue el primero en hacerme plantear asuntos bastante profundos para mi corta edad, cuestionamientos que no había tenido bajo ninguna otra circunstancia sobre temas filosóficos, psicológicos y morales, personajes que transmitían sus ideas y manera de pensar con palabras y formas desconocidas hasta ese entonces por mí, pues la Gaby de 14 años no sabía que aquello tenía un nombre, que era un tipo de discurso literario.
Por aquellos años me embarqué en la literaria asiática: las historias de samuráis, señores feudales y geishas me envolvieron desde aquel manga. Una de aquellas novelas de samuráis me reveló que la literatura y las historias pueden construirse de manera no lineal. Puente de Otoño es una novela que está escrita de manera desorganizada, con saltos y retrocesos de tiempo. Aquello supuso primero un dolor de cabeza, no concebía una historia así y me dedique a anotar página por página el orden correcto de la novela para intentar leerla de manera ordenada. Cuando terminé y decidí leerla “como debía ser”, me llevé una decepción enorme: la historia encontraba sentido precisamente en esa desorganización y entonces me encontré fascinada con la idea de historias que encuentran significado en medio del caos.
Al llegar a la adolescencia, las hormonas, o quizá la soledad, hizo que sintiera la necesidad imperiosa de volver a buscar refugio nuevamente en las letras, primero a través de la música. El repertorio era tan amplio como mi necesidad de buscar consuelo, desde himnos a la vida en voz de Mercedes Sosa hasta ira y angustia en los gritos de Chester Bennigton. Y, sin embargo, lo que más me fascinaba de todas aquellas canciones era el poder que sentía a través de sus letras, las cantaba como mis elegías, mis odas, mis himnos personales. Fue así como llegué a la poesía. A la primera que encontré fue a Alfonsina Storni, a la que conocí intrigada por saber quién era aquella a la que le cantaba la Negra Sosa con tanta tristeza, la de los dolores viejos que dormía vestida de mar. Lo que encontré me abofeteo con fuerza el espíritu, aún recuerdo estar frente al monitor, leyendo “Dolor” y entendiendo mucho menos de lo que sentía. Así como con Alfonsina Storni, mis primeros encuentros con la poesía fueron gracias a otros músicos que cantaban sobre ellos o directamente cantaban sus poemas, como Mario Benedetti o Antonio Machado en la voz temblorosa de Joan Manuel Serrat.
Con la pérdida de mi adolescencia vendrían otros acercamientos a la literatura, pero estos serían diferentes, no porque ya no fueran los primeros o fueran menos valiosos, sino porque carecían de aquel asombro infantil, de aquellos primeros reconocimientos que me dio la literatura: un reconocimiento de mí misma y del otro, de aquella sensación primera de saber que has encontrado un refugio, un consuelo, una compañía. La literatura me volverá a traer eventualmente lo mismo que he experimentado antes: sentimientos, sensaciones, pensamientos y refugios, pero siempre de una manera diferente, igual que la marea al mar.
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