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Época de anhelos

Kati Alonzo



Una conciencia dispuesta a rescatar recuerdos tiene una labor respetable, considerando que trasladarnos a ellos implica muchos años de sucesos, un amplio repertorio de experiencias, una trayectoria de éxitos y pérdidas que, para bien o para mal, constituyen la persona que somos hoy. No le resta importancia al mérito de la conciencia el hecho de que nuestros recuerdos quizá estén distorsionados, en un intento de ella por rellenar los huecos o puntos muertos de la memoria a los cuales ya no tiene acceso después de tantos años de almacenar información sin parar. Por el contrario, al ser estos recuerdos posiblemente alterados, se vuelve aún más interesante pensar en cómo fueron con exactitud, qué cosas estamos omitiendo y cuáles nos estamos inventando.


Aludo a este caso para excusarme si lo que contaré a continuación no fue del todo cierto. Y es que aquel suceso que quiero compartir está intrínsecamente unido a uno de mis amores actuales: la literatura. Pienso en ella como pasatiempo, como profesión, como mi punto de apoyo, como escape de la realidad y como mi regreso a ella. Depende del momento del día. Lo mismo podemos pensar de la pintura, la danza, la ciencia, el teatro, la música, el tejido, entre otros.


En fin, cada cabeza es un mundo peculiar. Por ello, podemos encontrarnos con una multiplicidad de versiones o de formas en las cuales las personas han tenido su primer acercamiento a la literatura; el ambiente, los sucesos y los ejemplares literarios que han tenido lugar en esta clase de encuentro. Yo diría que, más que considerarlo como un hecho cronológico que debía pasar o como algo que surgió de repente por arte de magia, es, más bien, una decisión.


Mi primer encuentro con la literatura lo considero algo muy mío y, al ser mío, es necesario que una misma se ponga como protagonista en la historia que desea contar. Verán, mi primer acercamiento a la literatura no fueron las historias o los relatos cortos que me dieron para comenzar a leer durante la primaria y para cumplir con mis deberes escolares. No digo que me desagraden, simplemente no fue algo que leyera por un gusto genuino. Tampoco lo fue con la novela clásica que me regalaron y que me sentía obligada a leer por cortesía.


Más bien, mi primer acercamiento a la literatura, dejándome llevar por mi capricho de experimentar el goce estético literario (claro, en aquel momento no sabía que tenía un nombre aquella sensación de disfrutar de la lectura), fue un día que estaba dispuesta a comprar mi primer libro físico.  Bueno, yo no lo compré… mis padres me lo compraron. Fue en una sucursal de Dante que se encuentra dentro de Plaza Fiesta, sitio ubicado en Mérida, Yucatán. Los lectores, que son fanáticos de los libros físicos, entenderán esas sensaciones que se viven una vez que entramos a una librería para hacer una caza furtiva de novelas que tenemos la felina intención de devorarnos.


Aire acondicionado, olor a libros nuevos y sin calamidades de gente; algo bastante colorido y ameno para ser real. Muchas al entrar ya sabemos lo que queremos, otras no tanto; lo segundo era mi caso.  Solo sabía que quería algo que me gustara demasiado. Con los cientos de libros dispuestos en las estanterías mi intención implicaba encontrar una aguja dentro de un pajar. 


Al estar en pleno auge de mi adolescencia, catorce años, tenía muchos anhelos, más que en la actualidad. Algunos relacionados con el éxito académico, otros con el terreno de mis relaciones personales y otros con las posesiones materiales. Supongo que el anhelo que me motivó a ir a comprar aquel libro fue el buscar un pasatiempo que verdaderamente me guste. Más adelante, vi que había hecho una buena elección. Porque aquello se convirtió en una de mis cosas favoritas en la vida, la cual me ha acompañado en mi madurez y en mi crecimiento personal.


Entonces, ahí estaba ese libro, en la sección de novelas juveniles. Sabía que era de fantasía porque esa novela pertenecía a una saga cuyos primeros tomos habían sido adaptados al cine; yo había gustado de dichas películas. Aquel libro fue Las crónicas de Narnia: La silla de plata de C. S. Lewis. He de admitir que, en un primer momento, la portada captó mi atención, luego decidí darle lectura a la parte de atrás. No conocía esa historia, ya que solo estaba al tanto del principio de la saga. Me dije “¿por qué no?” y aquella oportunidad, una decisión que pudiera parecer tan simple, fue el inicio de experimentar el placer de leer.


Me trasladé a otros mundos, con sus increíbles historias y personajes. Las pocas ilustraciones ayudaron mucho a nutrir esa imaginación que se ha moldeado desde mi temprana edad. Fue algo interesante y satisfactorio. Yo había escogido ese libro, había encontrado mi nuevo pasatiempo, el ideal, al que le dedicaba quizá una o dos horas al día. Incluso le llegué a tomar foto a alguna de las páginas del libro al estilo Tumblr, lo cual es curioso porque en lo particular no era muy fanática de hacer ese tipo de fotografías que se habían vuelto de moda entre los adolescentes.


Posteriormente, mi repertorio de libros leídos creció, al igual que mis experiencias vividas. Quién diría que aquel hecho, tan lejano como ameno, tendría repercusiones en mi futuro al grado de interesarme por la lectura y la escritura, luego por los estudios y análisis literarios, y que este ámbito se convirtiera en una de mis más grandes pasiones. Supongo que nunca estaremos tan conscientes de cómo sucesos tan aparentemente insignificantes nos pueden cambiar la vida; cómo un anhelo puede ser el principio de todo.



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México, 2015

Última modificación del sitio: 26.11.2024

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