Cuando llegué a Mérida por primera vez, hace cuatro años, no me imaginaba la extensa travesía a la que iba a enfrentarme diariamente. Desde el principio fui consciente de que mudarse a un estado diferente sería un proceso difícil, en especial si se trataba de emprender una nueva aventura por mi cuenta. Acoplarse a un clima diferente, al nuevo ambiente académico y al panorama cultural fueron la parte menos compleja del proceso, y quizás habría disfrutado todo lo que la ciudad ofrece de no ser porque la mitad de mi tiempo lo he gastado transportándome de un lugar a otro.
Durante mi infancia solía percibir el tiempo de traslado como algo extremadamente corto, quizás porque nací en una ciudad pequeña y viví la mayor parte del tiempo haciendo traslados de menos de treinta minutos entre un lugar y otro. Muchas veces he renegado de la vida en Mérida pues salir de casa se convirtió en una actividad desgastante que llega a cansar incluso más que atender a clases o trabajar. Pero, ¿acaso se trata de una idea propia del cambio de ciudad? O ¿realmente las distancias son exageradamente largas en la Ciudad Blanca?
De acuerdo con datos reunidos por la organización GeoComunes y el Consejo Civil Mexicano para la Silvicultura (2020) la ciudad de Mérida aumento su superficie casi el doble, pasando de 8,121 hectáreas a 15,388 hectáreas, en un lapso de treinta años, y actualmente representa una quinta parte del suelo de la península pues, comparado con los estados vecinos Quintana Roo (35%) y Campeche (17%), el estado de Yucatán ocupa el 47%. Este acelerado crecimiento de la denominada “mancha urbana” responde a factores como el aumento de inversión extranjera directa y al boom inmobiliario que busca favorecer a personas de otras partes del país y, por supuesto, extranjeros.
Sin embargo, los resultados esperados de estos desarrollos distan mucho de la realidad. Ricardo López Santillán, investigador del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales (CEPHCIS) explica que la expansión urbana no representa un aumento en la población o en la economía, sino al contrario, ha ocasionado que haya una ciudad inconexa y encarecida que cada vez se hace más difícil de mantener (Hernández, 2021) ya que gran parte de estas casas se encuentran desalojadas. Durante el Censo de Población y Vivienda 2020 se registró que en Yucatán alrededor de 108, 752 viviendas se encontraban deshabitadas, siendo Mérida el municipio con la tasa más alta (Bote Tun, 2022,). Cabe mencionar que si estas casas estuvieran habitadas habría que destinar parte del gasto a los servicios de pavimentación y transporte de dicha zona incrementando aún más el gasto municipal. Lo que llama mi atención de toda esta situación es que, en su mayoría, las nuevas construcciones, de las que tanto se presume traerán beneficio a la ciudadanía, y otros servicios se encuentran en la zona norte.
Esto último se ha convertido en una problemática ya que el acceso a estas zonas poco a poco se ha ido limitando a las familias con alto poder adquisitivo que suelen instalarse en las residenciales cerca de las nuevas plazas de lujo, los colegios y universidades privadas (Pacheco Castro, 2023). También debemos tomar en cuenta la distancia que entorpece el traslado, pues no es un secreto que en la ciudad hay zonas a las cuales es imposible acceder a menos que se utilice el transporte privado como Uber, InDrive o DiDi; este medio puede significar un lujo para algunas personas entre las que me incluyo. Por otro lado, el costo del transporte público para ir a lugares retirados llega a ser bastante elevado, tal es el caso de las unidades de Va y Ven cuya tarifa general es de $12.00 pesos, y no suele ser directo por lo que se debe abordar más de una ruta. Es por ello que el tema de la distancia en la ciudad ya no solo se trata de una cuestión de tiempos, también de costos.
La primera vez que me tocó transportarme por mi cuenta de mi antigua residencia en el norte de la ciudad a la universidad, la cual se ubica en el periférico con rumbo a carretera, utilicé el Uber pues siendo mi primer día no podía darme el lujo de llegar tarde. El recorrido en total fue de unos 35 minutos aproximadamente por lo que confiada pensé que no me demoraría más que eso en mi regreso a casa. Esa misma mañana (porque mi horario era de 8 a 11:30) me subí al primer camión con ruta al centro y de ahí podría abordar la ruta que me dejaba a tres cuadras de mi casa. El recorrido del campus a mi casa duró un total de dos horas, sumado al clima asfixiante de la ciudad y las sacudidas del camión durante el camino, cuando finalmente llegué a mi paradero gran parte de mi energía ya se había esfumado. Sacando cuentas, noté que para llegar a tiempo a mis clases durante la semana tendría que levantarme a las 4:30 para así poder realizar mi rutina diaria que consistía en tomar un baño, maquillarme, preparar el desayuno, comer y salir a tomar el camión. Por cuestiones de salud, y por el hecho de que la falta de sueño es peligrosísima, el plan fue descartado, y pese a eso durante 8 meses mi día iniciaba a las 5:30 de la mañana.
Es un poco triste e incluso desalentador tener que sacrificar horas para poder moverse en la ciudad, además de que a veces el pago del pasaje puede incluso ser un problema para algunas personas, sobre todo si se vive al día. Creo que es un estilo de vida al cual nunca podré acostumbrarme.
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